miércoles, 7 de octubre de 2015

Al cielo de mi patria

Al cielo de mi patria 
por Luis G. Urbina 


¡Cielo de mi patria, cielo mío, cielo
Que apenas las nubes decoran y manchan;
matinal prodigio de turquesa y oro,
milagro nocturno de zafir y plata;
tú, que eres radiante como el sueño, y eres
en fosforescentes visiones de nácar,
misericordioso como la plegaria;
tú, que eres divino como es la esperanza;
tú, que siempre pones un anhelo, y una 
luz, sobre las frentes que a ti se levantan,
y a los negros antros del dolor te inclinas
a romper las sombras y a irisar las lágrimas;
mientras que el Ocaso diluye sus púrpuras
quiero hablarte a solas; necesito hablarte,
cielo de la patria!

¿Te acuerdas? Un día –hace muchos siglos-
Viste a unos hombres que peregrinaban,
hoscos y gallardos, de músculos recios,
de carnes morenas y ojos de obsidiana,
llegaron, quién sabe de dónde. La tierra
era hermosa y fértil; fragantes las auras,
azules los lagos, espesos los bosques,
y asombrosamente bellas las montañas.
Desgarró los aires un grito de júbilo;
un temblor extraño sacudió las almas,
y la tribu, llena de polvo y fatiga,
detuvo la marcha.
¡Primitivo oráculo cumplió la promesa!
Y el genio fecundo de toda una raza,
realizó el oscuro destino; los dioses
tuvieron altares.

Y así fue el Anáhuac,
sacerdotal, áspero, guerrero y altivo…
¿Te acuerdas, radiante cielo de la patria?

Y otro día, unos centauros feroces,
vestidos de hierro, pisaron las playas
ardientes del Golfo. Venían hambrientos
de rapiñas locas y de absurdas ansias.
El sol les ponía fugaces centellas
en las hojas de las desnudas espadas,
en la flor plomiza de los arcabuces
y en la enhiesta y firme punta de las lanzas.
El sol era un velo que los envolvía;
joyel diamantino de escudos y armas,
cimera de rayos en los capacetes,
y rosa de fuego sobre las corazas.
Hijos del sol eran aquellos centauros
de ceñudos rostros y de blondas barbas,
que en sus estandartes de guerra trajeron
la piadosa insignia de la cruz cristiana.
¡Fatídico oráculo, cumpliose tu augurio!

Lo vio el sacerdote cuando en lontananza
una tarde augusta, Véspero subía
como luminosa culebra con alas.
En el arnés férreo se embotó la flecha;
en mantos de plumas entró la alabarda;
y así la codicia su sed de tesoros
templó en sangre de héroes.
Y fue la Nueva España
claustral, pintoresca, sumisa y devota…
¿Te acuerdas, radiante cielo de la patria?

Cielo de mi patria, ¿te acuerdas? Teñías
el oriente con el rosicler del alba.
Entre las estrellas cristalinas, nunca
brilló más hermosa la de la mañana.
En la sacristía de un templo de aldea,
al parpadeante fulgor de una lámpara,
el cura medita. Y una milagrosa
luz, nimba la dulce nieve de sus canas.
Y en lo alto, en la torre que arrojan las nieblas,
gritó: -¡Despertaos!- la vieja campana,
primero a las aves, después a los fieles,
luego a las ocultas rebeldías trágicas.
¿Qué voz sonó entonces, que fue una promesa,
que fue una caricia, que fue una amenaza
y puso en los hombres cóleras de monstruos
y alados anhelos de voraces águilas?
Fue una voz excelsa, fue una voz magnífica,
fue una voz solemne, fue una voz sagrada;
la tierra la sabe, los labios la dicen,
y el estremecido corazón la canta.
¡Libertad! La sangre de los héroes bulle-
como vino en una transparente crátera,
cual óleo, en un vaso litúrgico- en esa
divina palabra.
¡Madre generosa, tremenda sibila,
Libertad, cumpliose tu presagio –Santa
y amorosamente te acercaste a un pueblo
a decirle: -Es hora; ¡levántate y anda!
Y fue, desde entonces, México impaciente,
insólito, híbrido, formando de bravas
regresiones y de viejos ideales
que recalentaron juveniles ascuas.

¡Qué luchas! ¡qué penas! ¡qué vacilaciones!
¡qué desbordamientos de vida en la infancia!
¡qué ciegos impulsos! ¡qué arrebatos locos!
¡y qué dolorosas inquietudes párvulas!
¡Labor escondida de gérmenes nuevos,
Tenaces y oscuros trabajos de savia
que pugna en la tierra por echar al aire
las flores, los frutos, las hojas, las ramas!

¿Qué príncipe intruso llegó, rodeado
de gente traidora, de dolo y de infamia,
en un torbellino de ambición, que era
efímera nube de faustos y galas?
El kaleidoscopio, que hervía en colores,
en azul de Viena y en rojo de Francia,
a un golpe de sombra se apagó de pronto,
como el juego de una comedia de magia.
Un indio severo y un criollo astuto
forjaron las últimas escenas del drama…
¡Pobre Habsburgo, pobre Max infortunado,
flor de muerte de una tragedia dinástica!

Y el Destino, artista tenaz, en el bloque
de un pueblo seguía labrando la estatua…
El progreso tiene fecundas bondades,
aciertos sublimes y fuerzas titánicas.
Es hijo de Júpiter; está condenado
a cargar los mundos sobre las espaldas;
y así caminamos, a través del tiempo,
sobre los seguros hombros de aquel Atlas,
en pos de los sueños que nos prometías,
¡oh maravilloso cielo de la patria!

Tráfagos de hormiga, zumbidos de abeja,
hay en la República que jamás descansa;
el yunque chispea, el martillo bate,
y sopla en las lumbres del fierro, la fragua.
Es la lanzadera del telar, pájaro travieso
que cruza la urdidumbre y la trama;
y, libertadora del esfuerzo humano,
obediente y rítmica, labora la máquina.
El molino insomne, colmado el granero;
un mar rumoroso de espigas en grana;
risueños los campos, las glebas feraces,
y, sobre la altura de la paz mecánica,
en vigilia grave y enérgica, un hombre
que es a un tiempo héroe, tirano y patriarca.

De pronto, unas voces, débiles y oscuras,
uniéronse al himno claro del “hosanna”.
Y decían: “nunca seremos felices
si la prometida libertad nos falta”.
Las voces crecieron como una marea,
como un cataclismo, como una borrasca,
y las multitudes, ebrias por el canto,
a sentir volvieron las furias selváticas.
¿Verdad que lo viste, brillante y piadoso
cielo de la patria?

¡Cielo mío, óyeme, ya que mis hermanos,
por la pasión ciegos, sordos por la rabia,
no ven sino rojas visiones de sangre,
no oyen sino el ronco fragor de las balas!
óyeme: despiertan primitivas cóleras,
crueles y feroces instintos de raza;
el dios de la tribu pide sacrificios
y la tribu vuelve sacerdotal y áspera.
óyeme: la vieja cólera de aquellos
centauros ceñudos, de amarillas barbas,
se mezcló a la ira de los hombres fuertes,
de carnes morenas y ojos de obsidiana,
y formó una sola violencia de monstruos,
un solo apetito de voraces águilas.
Mira, cielo mío, campos y ciudades;
la vida está triste, silenciosa y pávida;
la crueldad impera, la injusticia ríe,
y un temblor de muerte sacude las almas.
¡Quién creyera, oh, cielo, que vamos de prisa
rumbo a los jardines de la democracia!
¿Quién entre el tumulto de los oradores,
y entre las arengas revolucionarias,
al pensar en toda la sangre que vierten
los odios inicuos, las manos anárquicas,
con un hondo acento de melancolía,
nos dirá cual Hamlet: "¡palabras, palabras!..."?
Es preciso, cielo, que tú nos ayudes,
y al servicio pongas de la noble causa,
tus luces sublimes que todo lo alegran,
tus serenidades que todo lo encalman,
y tus matinales prodigios de oro,
y tus vespertinos milagros de ágata,
y de tus auroras los rojos hechizos
y las maravillas de tus noches diáfanas.
Cielo mío, diles a los hombres: cesen
vuestros frenesíes y vuestras venganzas;
la Libertad huye, con horror, de todas
las manos violentas, que estrujan y matan.
Ante los despojos de Abel, la divina
Libertad no viene si Caín la llama.
Cielo mío, diles: mi sol es fecundo,
mi luz es sedante, yo soy la esperanza,
yo soy la belleza, yo soy la justicia,
yo soy el ensueño, yo soy la plegaria.
El amor es santo, la vida es hermosa;
dejad vuestras tristes y fieras vesanias
llenad los talleres, volved a los campos…
Labrador: tu madre, la tierra, te aguarda;
obrero: no olvides que es tu compañera
y muda e inmóvil, te invoca la máquina.
¡Benditos los hombres de bondad y aliento,
y los que consuelan, y los que trabajan…
Tú, que sabes poner un anhelo, y una
luz sobre las frentes que a ti se levantan,
oye nuestras quejas, mira nuestros males,
cura nuestras llagas,
rompe nuestras sombras,
seca nuestras lágrimas,
limpio, radiante, profundo, sereno
misericordioso cielo de la patria!

Tío Sam acecha… tiene un gesto ambiguo,
que parece una nota diplomática;
Tío Sam es fuerte; su fuerza es el dólar;
Tío Sam desde hace tiempo se prepara;
Tío Sam espía desde la frontera,
fraguando quién sabe qué oculta amenaza.
¡Ay, si proseguimos en estos horrores!
¡Ay, si prolongamos estas luchas trágicas!
Si, desenfrenados los libertinajes,
de una nación libre hacen una esclava.
¡Lúgubre presagio! ¿Vendran los modernos
centauros, los hijos de la Yanquilandia?
Y, ¿entonces? ¡Entonces, vuélvete tinieblas,
y tu enfurecida tempestad desata,
y tu sol esconde, y haz de tus luceros
antorchas que humeen, extintas y náufragas.
Que las nubes bajen, y a los océanos
les pidan sus aguas,
y sobre la tierra que se precipiten,
arrastrando mundos en sus cataratas!
Entonces, entonces, tus rayos enciende,
vomita tus fuegos, tus astros apaga,
cubre con tus sombras todas las vergüenzas,
hiere con tus iras todas las infamias,
tórnanos al caos, y luego… desplómate
¡oh, maravilloso cielo de la patria

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